Capítulo 25

El vacío que le llenaba el pecho calaba más hondo ante cada segundo que pasaba. Hyori no podía distinguir si le pertenecía a ella o a alguien más, pero en ese momento no tenía ganas de averiguarlo. 

Se sentía entumecida en cuerpo y mente, al punto de no saber si tenía las manos apretadas en puños furiosos, o lánguidas y sin fuerza alguna. Lo que sí sentía era su rostro, la forma en que no podía gesticular emociones porque simplemente no las sentía.

No sentía nada. 

Tenía las facciones relajadas, los ojos limpios, bien abiertos, y la boca completamente cerrada. 

Apretó apenas los labios antes de asentir. 

El aire le llenó los pulmones adoloridos, así se enteró que no estaba respirando, pero no le dio importancia. Se alejó otro paso de ella.

Nova era una imagen difusa, pero ella no iba a llorar. No ahí. No ante ella. Y si la veía igual de inmovil… Si Nova estaba tan ida como ella misma… 

No podía más que lamentarlo, y solo en el fondo de su pecho. En silencio.

No se puede consolar a una persona cuando solo deseamos correr lejos de su presencia. 

Y Hyori no iba a arriesgar el trozo de ella que quedaba en pie. 

Se miraban a través de esa barrera de sal que Hyori se negaba a derrumbar. A través de una barrera de piedra que Nova acababa de levantar. 

Y Hyori la sabía capaz de herirla de peores formas.

No tenía que quedarse. No necesitaba un golpe de gracia.

Ella había buscado respuestas y las había obtenido. No sería tan idiota como para arriesgarse a palabras venenosas que, sabía, no podría afrontar.

Los rostros en su dirección parecían decepcionados cuando se fijó en ellos; esperaban una pelea que Hyori no pensaba darles.

Caminó lejos de Nova, sus pasos tan silenciosos y tranquilos como los que llenan las noches de duelo.

*

En algún momento se desvió a un aula vacía del tercer piso, un lugar lleno de bancos y paredes con humedad que nadie pensaba digno de reparación. Caminó en línea recta hasta encontrarse frente a la pared del fondo y, una vez ahí, se giró a mirar la pizarra. 

El silencio era tan profundo que la hizo pensar que quizás estaba sorda. 

El pizarrón era solo una madera verde, desgastada, llena de dibujos obscenos y frases fuera de gastadas. No sabría quién las había escrito. No podría adivinar quienes fueron los últimos en tener clases allí.

Mira los trazos y el polvo que flota en el aire, en los rayos de luz que apenas alcanzan el suelo. Mira el óxido y la madera arruinada, levantada por partes gracias a la humedad. El ambiente está cargado de ese olor casi acre, casi desagradable, casi invisible.

Las piernas cedieron bajo su peso.

Fue como si algo se rompiera en la parte más básica de su ser, como si en lo más profundo de su pecho una vasija llena de todo se hubiese desfondado. 

Era como si… 

Era incomparable con cualquier dolor físico que hubiera sentido en su vida. Era más desgarrador que todos ellos, y la aturdía de formas que no podía explicar.

Ni siquiera se da cuenta cuando comienza a llorar, solo atina a usar una de sus manos para camuflar el sonido. Sabe que está apretando su rostro con más fuerza de la necesaria porque duele, sus uñas lastimándole la piel, pero no se molesta en pensarlo dos veces. 

No le importa la suciedad en el suelo, pegándose a su uniforme, ni cómo la última aspiración por aire le llenó la garganta y nariz de tierra. Tampoco el líquido ardiente que le sale por la nariz y la está quemando. 

No le importan sus pulmones rogando por oxígeno con urgencia. Nada es real.

Nada existe.

Nada.

Excepto el dolor. 

El dolor que la retorcía y la importancia de no ser escuchada por quien había disparado.

Cuando sus emociones cedieron, un buen rato después,  sus ojos se sentían como dos bolas ardientes y no podía ponerse en pie. 

Estaba entumecida y temblorosa.

Y sola.


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